Fotografía de Greg McCain

Chabelo, que en verdad se llama José Isabel Morales, es un campesino del Bajo Aguán en Colón, al norte de Honduras. Estuvo preso siete años por un crimen que no cometió: lo acusaron por una masacre con once víctimas.

En 2008 una casa fue incendiada, y cuando las personas que estaban en el interior quisieron salir, fueron asesinadas a balazos. El dueño de la casa era Henry Osorto, el Subcomisionado de la Policía Nacional. Y cinco de las víctimas, sus parientes. Para peor, la casa estaba en tierras disputadas con una comunidad campesina a la que pertenecía Chabelo.

A él la justicia que muerde a los descalzos lo señaló, porque un culpable tenía que haber, y lo sometió a tres juicios plagados de irregularidades. En el último fue absuelto.

Chabelo es un luchador. En la precaria cárcel de La Ceiba, los reclusos y hasta los policías lo admiraban por su optimismo, aunque en la espera perdiera un ojo haciendo limpiezas de solar, a su padre (que murió enfermo) y a una de sus pequeñas hijas (que sufrió un accidente en casa).

“Niña, ya va a ver que se va a hacer justicia”, me dijo cuando lo fui a ver encerrado. Ahora Chabelo es libre, casi libre, un poco más libre que hace un par de años. Volvió a la comunidad. Allí los campesinos siguen reclamando por la tierra. En Honduras la libertad es una utopía.