Elian no llega al metro cuarenta, pero ya pintó murales de tamaño colosal en todas partes del mundo. Hay uno en Milán –70 metros por 12– que sueño con ver en vivo alguna vez, otros que veo cuando camino por Córdoba, otros, en ciudades remotas, que le escapan al radar del Google Street View.

Conocí a Elian hace varios años, cuando era graffitero, bien callejero, lata de aerosol y hardcore al palo, y aunque ahora leo que es “artista contemporáneo”, yo siento que es el mismo pero a gran escala. La última vez que almorzamos me bardeó porque alguien había elogiado un artículo mío en Facebook. “No tenés que caerle bien a ésos”, decía con la mirada en el smartphone, el tenedor en la otra mano.

Mientras escribo esto, una escultura suya forma parte de una muestra en el coqueto y provincial Museo Caraffa. Unas rejas circulares. Algunos se ofendieron, otros dicen que los decepcionó. Cuando me cuenta esto, Elian tiene una sonrisa ancha, los ojos medio chinos, me hace acordar a las películas de acción, cuando alguien tira una granada y espera con alegría que todo explote de una vez.