Esther es una mujer chingona. Así la vemos y así se siente. A sus 63 años vive convencida de que en el Sur también se cumplen los sueños. Lo ha vivido y lo pregona a diario.
A la oaxaqueña pareciera que nada la detiene y nada la avergüenza. Ante todos se reafirma como deportada, activista, emprendedora, madre y abuela.
Cuenta que con veinte años llegó al gabacho -EEUU-, atravesando la frontera entonces invisible. Tras su novena deportación eligió a Tijuana como hogar. Quería sentirse cerca de su única hija, que quedó al otro lado.
Aunque a su favor siempre tuvo la buena sazón, mantener un negocio en Tijuana es para valientes. Casi le costó la vida. Mas, La Antiguita continúa en pie, brindando empleo a quienes transitan de múltiples formas y llevando “comida calentita” a los albergues de migrantes.
Sin embargo, seguir su ritmo es difícil. Hija de la Guelaguetza, es peleonera, exigente y muy intensa. A veces un poco egocéntrica. El acero se forja con llamas, podría decir.
Convencida de que lo terrenal es efímero, su mayor ambición es dejar un legado: “Quiero que la gente sonría cuando se acuerde de mí”.