Habla poco, no cree en fantasmas y se ofende cuando estudiantes de medicina le preguntan cuánto cuesta un cráneo. Sin navidades o viernes santos, Faustino, nacido hace 45 años en Limpio, lleva dos décadas en el oficio de cavar fosas y enterrar gente.

Sepulta una o dos personas por día en el Cementerio de la Recoleta en Asunción, donde hace poco más de un mes vio caer aniquilado por un infarto a su colega Manuel. “Estábamos trabajando, en medio de nosotros se cayó y se murió”, recuerda. Entonces hizo lo propio: abrió un hoyo, enterró a su amigo.

“Es un trabajo inhumano”, lanza con la serenidad que requiere lidiar con el llanto, el dolor y el olvido de los muertos. Se indigna, sin embargo, por una nueva costumbre: en los últimos años los familiares despiden a los finados en el velorio, ya nadie los acompaña a esa última morada, excepto ellos, solo ellos, los sepultureros.