A las cuatro de la tarde, la casa roja —el local sindical de las trabajadoras sexuales— está repleta. Al fondo, una mujer tramita los documentos de un inmigrante senegalés. Mientras, dos chicas preparan los bolsones de comida que luego serán entregados a lxs vecinxs. Georgina Orellano lleva la palabra “puta” tatuada sobre el brazo derecho. Además de ejercer el trabajo sexual, es la secretaria general del sindicato y una de las responsables de que la prostitución en Argentina sea un hecho político.
La pandemia implicó que las trabajadoras sexuales -un sector marcado por la estigmatización y la precarización laboral- perdieran su principal fuente de ingresos. Como en épocas normales, la agenda de Georgina está repleta. Ella y sus compañeras se encargan de llegar a aquellos lugares donde el Estado volteó la cabeza: negocian con los dueños de las pensiones para que ninguna trabajadora se quede en la calle, entregan bolsones de comida a cualquiera que lo necesite y ayudan a tramitar los subsidios habitacionales.
—El día que abrimos el local los vecinos no nos querían. Pero la relación cambió durante la pandemia: además de ayudar a las compañeras, le damos una mano a la gente del barrio que lo necesita.