Iris Pellicer no es maestra ni quiere serlo pero tiene una escuelita. Rodeada de casas con techos de zinc y del reggaetón que resuena en José Félix Ribas, Petare, da la bienvenida tres veces por semana a 12 niños del barrio para darles clases.
Su rutina y la de sus hijos se destruyó por la cuarentena. Sentir que los días eran iguales la llenó de ansiedad y depresión, pero tenía que buscar algo para entretenerlos. “Hay pandemia, pero hay medidas de seguridad”.
La inquietud por convertir en salón la casa que dejó su hija cuando emigró de Venezuela le sacudió el corazón de repente. Amueblado con donaciones, han tenido que cerrarlo dos veces por falta de profesores, pero Iris insistió hasta encontrar otros.
Las clases particulares para la nivelación de conocimientos no solo les sirvió a los suyos, sino a los hijos de los vecinos, que no sabían qué hacer con tantas asignaciones y unas “teleclases” en el país con el Internet más lento de la región.
No quiere ser una heroína, pero sueña en grande. “Siempre he querido que no sea una escuelita, sino una escuela”. A su dulce voz no le falta determinación.