Era 1983 en Argentina, fin de la dictadura, comienzos de la democracia. Cualquiera hubiera tenido un motivo para celebrar, por insignificante que fuese. Menos Juan Carr.
Los médicos le habían detectado un tumor que arrasaría con sus ilusiones: casarse con María, tener hijos, vivir. Apenas tenía 22 años y así como así, le diagnosticaron tres meses de sobrevida. Ya había sido boy scout, donado sangre en forma periódica, misionado con los wichis y los pilagás, recorrido leprosarios, se había recibido de médico veterinario, quería ayudar al prójimo, quería salvar a la humanidad. Y en un desdichado estudio clínico había involucionado hacia lo más primario: ni siquiera sabría si él mismo se salvaría.
Entonces empezó a vivir cada día como si fuera el último. Fundó una organización, la Red Solidaria, sin carta orgánica ni papeles. Con la cara y el corazón. Se puso al frente de las campañas contra la desaparición de chicos. Fue el sostén anímico de decenas de familias con víctimas por la violencia de género o los accidentes (asesinatos) viales. Hizo movidas a favor de la vacunación contra la Gripe A y otras epidemias. Su nombre es sinónimo de solidaridad.
Hoy, recibe cien llamados diarios solicitando su auxilio. Miles de personas le deben algo a Juan. La Argentina le debe mucho a Juan. Se casó con María, tiene cinco hijos, los sábados va a almorzar a un club de barrio en Vicente López para escuchar a un grupo “de viejitos”, como él mismo los define. Lleva dos celulares encendidos por si alguien lo requiere. Y sigue sufriendo como un gran papá cada vez que se muere un pibe.