De chico, Kevin Royk se paraba encima de la mesa y animaba al público a cantar con él. Nunca había espectadores más allá de su madre, que le insistía en que si quería hacer música, tenía que dedicarse en serio.
Kevin creció en la ciudad de Melo, en Uruguay, y dejó el instituto antes de terminar la secundaria, cansado de pelear con sus compañeros y profesores. Con los años, varios de ellos – ya asumidos como homosexuales – volverían para pedirle perdón. “Yo siempre supe quién era, divina. Por eso les hacía ruido”.
Muchas veces se imaginó superhéroe. Iría enfundado en un traje tan espectacular que deslumbraría. “A veces uno hace lo extravagante para protegerse y demostrar cuán grande puede ser”. Desde entonces, ha ido encarándose con todos aquellos que han intentado frenarle: desde jefes y compañeros homófobos, hasta aquellos que hoy entran en YouTube para juzgar exclusivamente su imagen, que no su música, una mezcla de reggaeton, rap, electrónica y candombe.
Mientras se maquilla, se recuerda en el escenario del orgullo: “Eso es tan fuerte que uno supera cualquier discriminación, bullyng o mal comentario”. De noche, pretende poner a cantar a todos los que irán a verle encima de otra mesa.