La música comienza y Liudmila abre escena. Viste de blanco, con alas de encajes y cesta en la mano. Es un hada y su rostro sereno contrasta con sus pasos rebeldes. Es ballet. Es un anfiteatro de la Habana Vieja. Es un noviembre caluroso.
El maquillaje resiste. La boca sonriente. Sus mejillas abultadas se expanden. Sus ojos achinados miran al piso y al cielo, avanzan y regresan desde el infinito con cada gesto. El príncipe se ha perdido y las hadas lo buscan. Ella es Felicidad, la protagonista del cuento y del baile.
Liudimila nació hace 31 años. En Cuba no había crisis. Pero la familia la recibió con dolor. Discapacidad intelectual, dijeron los médicos. Síndrome de Down, diría cualquiera.
Un año después nació su hermana Aylen con plenas capacidades, pero mientras crecían, Liudmila era la sociable. Aylen abría la puerta de los chicos del barrio, Liudmila era la que inventaba los juegos. Desde la ventana, sus padres veían cómo se complementaban.
“Me gustan los pasos, porque me llevan, porque para mí es un sueño”, dice sin tartamudear. “Yo soy bailarina y actriz, desde los 10”, me dice plena, poco después de la reverencia final, y los aplausos.