Luisa Ochoa siempre tiene un pie aquí y otro allá. Viaja con pasaporte estadounidense, porque técnicamente es gringa. Pero sus gestos y su acento, entre rolo y paisa, la delatan como colombiana. Cuando niña creció en una finca ganadera a 87 kilómetros de Bogotá, en Anapoima. Ahí era medio rica y medio pobre. Rica porque tenía piscina, pobre porque no vivía en capital.
Como estudiante de sociología, se repartía entre “niña juiciosa” de buena notas y joven bohemia del Bogotá de los 2000, con Aterciopelados, marihuana y alcohol. Para sus compañeros era una terrateniente y, para la familia, una guerrillera.
La misma dualidad está en su cuerpo. No llega al 1,60m, pero su voz se proyecta como si midiera más de 2m. Tiene la boca pequeña y los ojos enormes y brillantes.
Su devenir es tan constante que es migrante. Salió por el conflicto armado y se instaló en Costa Rica, donde ha sido panadera, estudiante, investigadora, activista. Luisa siente que ha vivido poquitas vidas, que pueden ser muchas más porque todo es movimiento. “Pero esta es la vida de hacer lo que se me da la gana”, dice. Hasta dar el próximo paso.