Malvis Laurencio Benítez llora y se enjuga las lágrimas con orgullo. Las disimula con enojo, como quien no puede permitirse semejante majadería. Tiene 52 años, nació en Guantánamo y no puede trabajar en La Habana, donde vive, porque es inmigrante ilegal. Tan ilegal como las casi 9.000 personas que llegaron en 2014 desde las provincias orientales fundamentalmente. E ilegal ha sido por 16 años.
No llora cuando despierta en su casa hecha con remiendos de tablas, telas y poliespumas, en un barrio insalubre. Tampoco llora cuando sale a vender productos de limpieza en la única zona donde la policía no la molesta. Ni una lágrima larga mientras habla de su único hijo, asesinado por causas desconocidas en Guantánamo, o de su única hermana, que se suicidó prendiéndose candela y dejó a una hija que tampoco tiene padre.
Malvis ha criado tres niños. Ninguno propio. A la hija de su hermana. A la hija de la hija de su hermana. Y al hijo de su hijo. Cuando regresó a Guantánamo de visita, hace ya quince años, el hijo de su hijo tenía tres años. “Si tú no me llevas ahora”, le dijo el niño, “yo me monto en el tren y me voy para La Habana”. Malvis Laurencio sólo llora entonces, mientras repite la historia.