Manuela no regala besos. No importa cuánto le insistan sus padres: “Dale Manu, dale un beso al tío”, “Manuela, saludá a la señora por favor”. Ella resiste sin miedo, pues sabe que en ese gesto diminuto está escondido todo su poder. Así que ella, con su rebeldía depositada en un pequeño cuerpo de un metro y veinte kilos, elige. La mayoría de las veces hace esto: se saca su pelo castaño y luminoso de la cara, entre cierra los ojos que se esconden detrás de sus lentes de goma rosados y con un gesto entre ingenuo y desafiante tira un beso volador.
Manuela nació el 30 de marzo de 2012. Cuatro años más tarde, el día de su cumpleaños, la primera vez que festejaba con amigos, piñata y juegos inflables, Manuela madrugó. Eran las siete de la mañana en Malvín, un barrio de la costa este de Montevideo, Uruguay. Manuela, con la ansiedad de una niña que sabe que va a ser el centro de la fiesta, se bajó de su cama, caminó descalza hasta el cuarto de sus padres, la movió a su madre para despertarla y bajito le preguntó: “¿Ya me puedo vestir?”.