Un resplandor amarillo colorea la noche. Mauricio Hernández sabe que es una señal de alarma.
Mientras el resto del país está en cuarentena en abril, él corre hacia un bosque en llamas. El incendio amenaza una finca agrícola en la zona de Los Santos, Costa Rica. Ahí, el covid-19 es el menor de sus problemas.
Un río atraviesa la finca: la oportunidad perfecta para usarlo de línea cortafuegos. Gotas de sudor bajan por su frente, del mismo color que las llamas. El incendio está bajo control, ya ha visto lo contrario.
Después sólo quedan cenizas y animales muertos. En el suelo hay carbón, que solía ser tortugas o serpientes. El final de un incendio es un pequeño luto, con el sabor amargo de que otros vendrán pronto.
A veces, como en esta ocasión, no puede contener su rabia. Los mismos dueños de la finca lo provocaron. Al igual que el 98% de los incendios forestales en Costa Rica, este fue causado por humanos.
El tiempo y el fuego moldearon su cuerpo robusto. Los pies están cansados tras caminar horas por el bosque. Sus rodillas ya no son las mismas de hace casi 30 años, cuando combatió su primer incendio.