Pedro Santana comparte el nombre del primer presidente constitucional de República Dominicana, un antiguo general muy conocido en su tórrida patria, pero el Pedro de hoy carece de las pompas y la suntuosidad de tan sonoro nombre.
Tiene un trabajo modesto: riega las plantas, carga algún escritorio, barre, saca la basura en una dependencia estatal. Gana unos 300 dólares al mes —antes de los descuentos del seguro y del fondo de pensiones— y es una suerte porque antes, de guachi, de guardia, era mucho menos.
Huérfano a los 9 y oriundo de Mahoma Derrumbao’, Pedro es un agricultor que, como otros miles, vino a parar a la jungla de cemento.
En 1998, cuando las aguas del huracán Georges arrasaron las siembras, Pedro se endeudó tanto que no tuvo más remedio que migrar a la ciudad.
Allí, un primo le cedió su trabajo y así sobrevivió algunos meses. Pedro, acostumbrado a cosechar su propio alimento, pasó días en que comer tres veces al día no se podía dar por hecho.
Todo ello me lo cuenta risueño, y sus hermosas y largas pestañas tintinean mientras sonríe con resignación.