Su padre murió en Angola en 1976 durante la Operación Carlota. Por esa orfandad, Pedro salió a trabajar a las calles de La Habana, a jugar con los turistas, contándoles lo que quieren escuchar. No importa qué, “la cosa es que confirmen sus ideas, buenas o malas, sobre Cuba”, dice con una sonrisa maliciosa que desentona con su mirada triste.
El cielo tiene un color prelluviosamente gris. La calle Obispo huele a ron. A lo lejos, en la bahía, se escucha la sirena de un crucero. Pedro juega con sus rastas, las sacude ante la cámara y toca sus collares religiosos. Los pliegues de su rostro se parecen a las calles de La Habana.
Dice que más que el dinero de los turistas, le gusta ver sus ropas de colores; que le gusta escuchar las conversaciones en idiomas que no entiende, que le gusta ver gafas oscuras y que disfruta con el sainete de alguna turista al reñir con su esposo por coquetear con las cubanas.
“Ahora las calles están llena de extranjeros que pasean, pasan y pasan y vuelven a pasar, y nada, no veo que algo cambie, todo sigue igual. Puede venir el Papa, puede venir Obama, pueden venir los Rolling Stones y la vida sigue igual; sólo vienen a darnos un zape. Me doy cuenta de que la vida es juego. En medio del desastre sólo nos queda jugar. Cuando los turistas se van, se llevan nuestras historias, y nos volvemos cada vez menos socialistas, menos revolucionarios”.