El niño René Cobeña lloraba sobre la tierra yerma y soñaba: “Algún día me iré de aquí”. Lo pensó tantas noches, mientras miraba las estrellas desde un cerro de Lima. Entonces no tenía techo. Tampoco pan, agua o luz.
Lo recuerda ahora, con 53 años, mientras avanza por los extremos de San Juan de Lurigancho, el distrito más populoso de Perú. “Aquí no llega ni Dios”, suspira, cubierto por una nube de polvo.
René devino en empresario textil y fundó, en 2017, el albergue Sin Fronteras. Lo llaman el ‘ángel peruano de los venezolanos’. Ha recibido desde entonces a unos siete mil. Diez de ellos se unieron al ‘Comando anticovid’. Son los mismos que ahora, bajo un sol atroz, fumigan la zona más golpeada por la pandemia.
Cada mañana, los once aparecen en los cerros cargados de víveres, organizan ollas comunes y realizan trabajos de desinfección allí donde el virus aniquila en silencio. Es una labor discreta que iniciaron en marzo, cuando el Gobierno decretó el estado de emergencia.
“Hay mucho de ese chico que años atrás soñaba con irse porque le dolía la pobreza –dice frotando su rosario–. Quizá es un abrazo de olvidado a olvidado”.