El silbato suena y Rubén toca la pelota. Viste deportivo. Lleva sus tacos bien ajustados. Es mediocampo y su rostro denota paciencia. Como todos en esa posición, debe tener visión del juego. Es un partido más de fútbol en la cancha de losa en su barrio.
No llega a la talla de Gerard Piqué. De hecho apenas llega al metro cincuenta y cinco. Tiene tez morena oscura, ojos como el azabache, sonrisa grandota.
Rubén es un capo en el fútbol amateur. Corre, amaga, anticipa las jugadas. Con su cabeza rapada defiende en el juego aéreo. A sus 57 años sigue moviéndose. “Seguiré hasta que el cuerpo me dé”, dice.
No lleva la cuenta de las victorias, pero tiene presente las más importantes, sus tres hijas: Rayza, Coraima y Aznalia Amil.
La derrota más amarga no la vivió con su equipo, sino con su hija, Aznalia Amil, quien, con cinco años, murió por un paro respiratorio en sus brazos.
Acude con frecuencia al estadio, no solo para alentar a su equipo. Se sienta en la gradería y contempla a su equipo ídolo, el Alianza Lima, que escrito al revés inspiró el nombre de la hija que perdió.