Mucho antes de que viera a su padre por última vez, Sophia Ramírez era una niña que deseaba adoptar a todo perro callejero que encontrara. También soñaba con una casa en el campo, donde sus padres vivieran juntos sin insultarse. Pero ahora que tiene quince, solo desea que la secundaria nunca termine pues no sabe qué hará después.
Su madre, preocupada, le trae folletos universitarios de ingeniería, de leyes, de medicina. Olvida que su hija es pésima para las matemáticas, que le aburren los abogados, que ver sangre le da náuseas. Pero Sophia no quiere desilusionarla así que se calla. Entonces se encierra en su cuarto, pone baladas de Adele y dibuja flores negras o se pinta las uñas de lila o come limón con sal mientras ve algún clásico de Pedro Infante, aunque le recuerde al papá que se fue.
Una tarde, luego de varios años sin saber de él, lo vio en el mercado. Él la vio también, pero cruzó la Avenida Lima, nervioso, perdiéndose entre la gente. Sophia entiende que lo que hubo entre sus padres no funcionó, que él ahora tiene otra mujer y otro hijo. Lo que no entiende es qué hizo ella para que dejara de buscarla.
Sophia dice que ya no lo extraña. Que cuando cumpla dieciocho cambiará su apellido. A veces prefiere pensar que su padre soy yo, su medio hermano mayor.