Waldo sonríe cuando trabaja. Mira por unos segundos a la persona en frente de sí y luego se enfrasca sobre el papel. Retrata en la Plaza de Armas de Santiago desde que su papá y un “pintor loco” le llenaron la casa con revistas y arte, dice.
Ahí vivió el Golpe de Estado del 73; presenció cuando el metro modernizó la plaza en el 2000 y estuvo el día en que una revolución sacudió el país en 2019. Los tiempos cambian, el mundo se acelera, pero en este rincón del mundo, Waldo retrata.
Dónde aprendió a dibujar es un misterio similar al de su edad. Waldo dice con picardía que está “por los 60” y habla de sus vacaciones. Esas las toma ocasionalmente, cuando su hijo mayor, que también es su mayor fan, compra todos sus retratos y lo lleva de visita al sur.
“La pobreza me ha generado humildad”, reflexiona Waldo, con esa voz suave que nunca se alza sobre el barullo de la plaza. Pero eso sí, trabaja a su propio tiempo, porque como dice: “eso de retratar en menos de tres minutos es cosa de vivarachos”.