Primero fue la oscuridad.
Yanira Bustamante dice que ha pintado “cualquier cantidad de cosas”: abstracción, autorretrato, surrealismo. Estamos en su casa en Los Remedios, una zona residencial en Durango, al norte de México. Anochece a cuentagotas, las cortinas se abren.
Empezó a los veintitrés, por pura curiosidad. Inició con bodegones o naturaleza muerta que forjaron la disciplina por la exigencia en la técnica y composición pictórica, le siguieron las primeras pinturas del quiebre, las que ella llama “obras oscuras”. “Chamán”, “Nahual”, “El aprendiz de Caronte”, y el resto, fueron una forma de sobrellevar el duelo y el trauma por la muerte de su hija menor. “Cuando estaba ella no podía pintar, cuando se fue y finalmente tuve tiempo, sentía culpa”.
Hasta que llegó el color.
Color directo sobre el lienzo, sin bocetos, sin pinceles, sólo con la espátula. Su terapeuta la animó a pintar acompañada de la memoria de su hija y así, los recuerdos se materializaron en juguetes que habían pasado media vida escondidos: una muñequita de plástico que nos observa.
“La integré a mi pintura y todo en mí se integró”.
Un último rayo de sol, de pronto, le pega en la cara.