Jerónima Hernández vive en San Jerónimo Palantla, en la montaña de Guerrero. Desde los 14 años trenza la palma con la que hace tapetes. También dedica su tiempo a defender dos manantiales y los bosques que proveen de materia prima a los pobladores. Por el asesinato de su esposo y un atentado que sufrió, Jerónima tiene miedo, pero no se detiene en su lucha.
“Tómame otras fotos”, dice Jerónima Hernández y sus ojos resplandecen. Posa sonriente. Después, se desprende de sus huaraches mientras observa los retratos. En el suelo, solitarias permanecen las sandalias; sus pies dejan al descubierto las grietas de la tierra y el sol que han germinado en ella.
Luego, busca otro escenario para que hagamos más fotos. Sube unas escaleras y posa para la cámara. Es natural. Sus ojos son café claro, de mirada emotiva y transparente; viste una falda larga de color rojo muy brillante, de mucho vuelo.
Es una tarde calurosa de domingo; son los últimos días del mes de mayo. Jerónima viajó 77 kilómetros desde su hogar en San Jerónimo Palantla para llegar a Chilpancingo, la capital de Guerrero —estado del suroeste mexicano, que tiene costas en el Pacífico—. Nos encontramos en las oficinas del Frente Popular Francisco Villa-México Siglo 21, organización comunitaria a la que se unió hace 16 años. Vino a la capital para participar en una conferencia de prensa en la casa de gobierno del estado, a recoger unas despensas y a dar un mensaje: por la pandemia de la covid-19 las cosas serán distintas en su lucha, tendrá otro ritmo; “nos quedamos en casa, pero no en silencio”. Y ahí conversamos por primera vez.
Jerónima tiene 51 años y es una indígena náhuatl —una de las 600 que se calcula habitan en el estado de Guerrero—. Vive en San Jerónimo Palantla, comunidad ubicada en la Montaña de la entidad, región que ha sido considerada como una de las zonas más marginadas y de pobreza en México, pues la mayoría de sus habitantes pertenecen a grupos indígenas, tienen carencias de servicios públicos y de infraestructura carretera. Nació el 20 de enero de 1969, bajo la constelación de Capricornio, en una familia que siempre trabajó el campo y la milpa de maíz. Ahí, junto a sus cuatro hermanos, aprendió esa actividad característica en las comunidades de la región: trenzar la palma. Comenzó a los 14 años y desde entonces no ha parado.
Todos los días se levanta a las seis de la mañana y lo primero que hace es tejer la palma con la que hace petates (un tipo de tapete) que pinta de colores: rojo, azul, verde; para luego llevarlos a vender al mercado de Chilapa, la cabecera del municipio, a 24 kilómetros de su casa.
Jerónima Hernández Tepetate es una defensora indígena que desde hace cinco años protege dos manantiales que pertenecen a la comunidad “El Chaco”, que significa “agua que no se seca”, y “El Zacalliautitlán”, los cuales abastecen de agua a la población y les sirve para los cultivos de riego atemporales. Además de los bosques (“El Tecueño” palabra que traducida del náhuatl significa “Piedras Acostadas”; “El Ocotepetl” que se traduce como “Cerro de Maderas” y “El Tecavallo” que se traduce como “Caballo de piedra”) de los que los pobladores obtienen cantera rojiza y minerales que necesitan para la creación de sus viviendas.
“No es fácil, porque la tierra de esos bosques y el agua terminan siendo utilizadas para la siembra de amapola en esas comunidades, lo que se traduce en violencia”, dice Clemencia Guevara Tejedor, amiga de Jerónima y coordinadora estatal del Frente Popular Francisco Villa. Y sostiene: “Nosotras no pertenecemos a ningún grupo delictivo. Somos gestoras de vivienda, salud, educación, de proyectos productivos para el campo en defensa de la familia”.
Una de las razones del incremento de los homicidios de las personas defensoras se encuentra en la propagación del crimen organizado. De acuerdo con el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMD) —organización que apoya a las personas defensoras del medio ambiente en México— observó que la violencia contra las y los defensores del medio ambiente y la tierra estaba empeorando en las zonas donde el crimen organizado tenía una fuerte presencia, descubrió que fue responsable de varios ataques contra personas defensoras.
Desde 2015 ha sido una pelea de las mujeres indígenas de San Jerónimo Palantla para defender las tierras y los recursos naturales de las comunidades que pertenecen al municipio de Chilapa de Álvarez. Lucha en la que han sido asesinadas cinco defensoras, sin que exista un caso en que se procure justicia, sin que instituciones locales y estatales intervengan.
La misma Jerónima sobrevivió a un atentado. Resistió la violencia que se vive diariamente en las comunidades que forman parte de lo que pobladores nombraron “El corredor de la muerte”, camino que abarca pueblos de la Región de la Montaña Baja de Guerrero y que es llamado así debido a las desapariciones de personas, del hallazgo de cuerpos de hombres y mujeres quemados, esparcidos y abandonados en el campo.
Y es que, además de todas esas adversidades a las que se enfrentan las mujeres defensoras del territorio, las mujeres indígenas también han peleado históricamente contra el sistema ejidal y agrario para ser dueñas de sus tierras, incluso contra sus familias, precisó en entrevista Abel Barrera Hernández, director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan.
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A Jerónima le llega el llanto cuando recuerda la tarde del 8 de febrero de 2015, día en el que hombres armados asesinaron a su esposo Agustín Larios Cortéz, luego de una reunión en la cabecera municipal de Chilapa. Jerónima recuerda la confusión, el sonido de las armas, cómo sostuvo el cuerpo herido de su esposo, cómo se lo quitaron de sus brazos, lo subieron a una camioneta y lo llevaron a otro poblado.
Dice en náhuatl que estuvo horas sin saber nada de él, hasta las nueve de la mañana del día siguiente cuando le entregaron el cuerpo.
Aquella noche fue el principio de lo que después le ocurriría a ella.
Cuatro años después, a las 4 de la tarde del 11 de julio de 2019, Jerónima, junto con sus compañeros y compañeras, regresaba de una audiencia en el Centro de Readaptación Social (Cereso), en Chilapa, Guerrero, a la que fue citada a declarar por el asesinato de uno de sus compañeros del Frente Popular Francisco Villa, esposo de la también defensora Salvadora Chávez Rendón.
De camino a San Jerónimo, en la comunidad “Lamazintla”, hombres armados cerraron el camino para detener la camioneta en la que viajaba la defensora y comenzaron a disparar. Ahí murieron cinco personas indígenas del Frente Popular, entre ellas una mujer con cuatro meses de embarazo y la defensora Salvadora Chávez Rendón de un tiro en la frente. Jerónima sólo alcanzó a ver cómo quemaron el vehículo en el que viajaba.
Precisamente, cinco meses antes, en febrero de 2019, el Frente Popular Francisco Villa ya había solicitado protección y medidas cautelares a la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV) para 12 personas defensoras del territorio de San Jerónimo Palantla, integrantes de la organización; siete de ellas mujeres indígenas, una era María Salvadora Chávez Rendón, otra Jerónima.
Por eso, decir que México se vuelve cada vez más peligroso para las personas defensoras se sustenta también en que aunque es uno de los pocos países del mundo con una ley y un mecanismo para proteger a las personas defensoras de derechos humanos, éste no está funcionando de manera efectiva.
Además, la Asociación Guerrerense Contra la Violencia Hacia las Mujeres A.C., que fue peticionaria de la Alerta de Violencia de Género hacia las Mujeres (AVGM), en su programa “Monitor de Violencia de Género y de Feminicidios”, monitoreó un total de 54 casos de homicidios dolosos con presunción de feminicidio, sólo en el municipio de Chilapa de Álvarez, donde se ubica la comunidad de San Jerónimo Palantla, y un total de 146 casos de homicidios dolosos con presunción de feminicIdio en contra de mujeres indígenas en todo el estado.
Jerónima está triste y con miedo, miedo por las amenazas en su pueblo, dice. Pero firme para defender.
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Jerónima no olvida su primera lucha porque es la que le permite tener una fuente de ingresos en la actualidad. Ocurrió entre el año 2002 y 2004, cuando consiguió un espacio en la plancha del zócalo de Chilapa para que habitantes indígenas de los pueblos de la Montaña Baja pudieran vender sus artesanías y productos del campo.
En un desalojo violento por parte de policías municipales, donde detuvieron durante tres días a 28 personas indígenas, Jerónima defendió el derecho de las mujeres indígenas a trabajar. En aquella ocasión intervino la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Guerrero (Coddehum) para conseguir la liberación.
Aquella acción le dio más seguridad para ir por más. Junto a sus compañeras y los pobladores se organizaron para pedir a la Secretaría de Asuntos Indígenas Federal caminos, accesos y electrificación para San Jerónimo Palantla y otras comunidades cercanas.
De esa batalla, recuerda Jerónima, lograron que una colonia en Chilapa tenga el nombre de la organización a la que pertence: “Comunidad Indígena Frente de Defensa Popular”; que sus calles llevan nombres en náhuatl: me’phaa, na’savi y ñomda; cuatro de las lenguas originarias de Guerrero.
Jerónima se asume como defensora indígena y de su territorio por amor a sus nietos, por amor a la tierra que les da de comer. Explica que le es difícil entender en español este concepto de “defensora del territorio”, pero sabe que levantarse y hacer lo que hace es para “defender al pueblo”, dice.
Cuicuiltic iczotl (Los colores de la palma)
Tomamos café, mientras hablamos de cómo la ha afectado la pandemia causada por el virus SARS-CoV2 en su trabajo con la medida de contención contra el virus “Quédate en Casa”, dice que su vida y su trabajo no son los mismos; ya nadie compra sus petates de palma, porque nadie va al mercado de Chilapa, donde vende sus tejidos.
Chilapa es Ciudad Gótica, en su iglesia central se mira desde hace sesenta años una pelea entre el Diablo y San Miguel Arcángel, entre gárgolas que vigilan la batalla, las noches, los días.
Bajo esa escena, está el primer plano de la ciudad y también el mercado donde Jerónima vende sus tapetes, tejidos de palma de colores. Ahora es difícil conseguir la pintura. Por eso, hoy frente a la pandemia sigue acompañando a otras mujeres de su comunidad para gestionar juntas vivienda e insumos para fertilizar la tierra y así alimentar a los animales.
En marzo, sólo vendió media docena de sus petates. Cada uno los vende en 80 pesos mexicanos, antes de la pandemia vendía tres petates por semana, es decir el doble.
Sumado a esto, tuvo que bajar el precio a 70 pesos, de una artesanía que hace y produce con sus manos.
“Si llega la covid a la comunidad ya no podré vivir del petate, se pueden morir los animales del campo sin cuidado, quién les dará de comer y el agua”, expresa con sus ojos transparentes.
“Debemos de salir a buscar qué comer, los animales son igual que nosotros, si no les dan de comer se pueden morir; los chivos, los marranos y los caballos”, lo dice con el último sorbo de café.
Después, la mujer de 51 años se pierde por un instante. Algo piensa; algo la concentra en otro sitio. Está sin estar. De pronto dice que es feliz con sus nietos y a ellos es a quien quiere heredarles la tierra, las flores amarillas y las milpas de maíz de su San Jerónimo, ese lugar con el que comparte el nombre.
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Mujeres de palma y maíz. Una serie de historias de mujeres indígenas que defienden el agua, la tierra, los bosques, los ríos y los derechos de las mujeres campesinas. Historias de las voces silenciadas de quienes están en la primera línea en la lucha por la preservación de los ecosistemas y la protección de los derechos humanos en América Latina.
Ilustraciones: Alma Ríos.