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Efraín Ballote no dejó México para perseguir el sueño americano, pero una vez allí montó un negocio sin permiso y prosperó económicamente. Al menos por un tiempo. Hoy, después de dos deportaciones, sigue a la espera de obtener una visa estadounidense que le permita visitar a su familia cuando quiera.


 

Texto y foto: Lilia Balam (México)

No era el “sueño americano” lo que Efraín Ballote Escalante tenía en mente en 1998, cuando dejó México para irse a los Estados Unidos. En ese entonces tenía 32 años, acababa de divorciarse y, para él, mudarse a aquel país significaba poner distancia con sus asuntos emocionales. 

Por ello, en cuanto terminó su relación, tramitó su visa de turista y se fue a Dallas, Texas, donde residía su padre desde años atrás. No lo detuvo su desconocimiento del inglés. Después de todo, su plan era quedarse un tiempo muy breve.

Solo que una vez allí, “conoció un mundo mejor”: descubrió que trabajando como mecánico, oficio al cual se dedicaba desde los 17 años, podía ahorrar suficiente dinero y vivir cómodamente. Entonces decidió quedarse a “juntar una lana”. Cinco meses después de llegar, estableció su propio taller y prosperó económicamente. 

También se casó de nuevo. Esa relación tampoco funcionó y aunque no se divorció, inició un noviazgo con otra mujer, originaria de Ecuador. Al cabo de unos años, la pareja tuvo un hijo y una hija. Todo marchaba aparentemente bien hasta que un día le notificaron que su madre estaba enferma. 

Regresó a México a visitarla, acompañado de uno de sus hermanos, quien tenía asuntos pendientes con un juzgado de Estados Unidos por su proceso de divorcio. Ninguno de los dos sabía que eso ameritaba una deportación. 

“Lo agarraron a él. Luego me hicieron preguntas: que si íbamos juntos, que si éramos hermanos. Nos metieron a un cuartito y nos empezaron a investigar. Fue un momento muy desagradable, angustiante. Yo ya tenía un taller en Estados Unidos, así que no tardaron en darse cuenta de que tenía un negocio ahí, aunque solo tenía visa de turista. Y nos deportaron”, relató. 

Los subieron a un avión junto con otras personas migrantes y los dejaron directamente en su natal Mérida, la ciudad capital de Yucatán, en México. 

De acuerdo con investigadores como Rodolfo Cruz Piñeiro, director del Departamento de Estudios de Población del Colegio de la Frontera Norte (COLEF), en los últimos años han aumentado las deportaciones en el continente.

Desde 1990, las autoridades norteamericanas comenzaron a destinar mayores recursos al control y sellamiento de la frontera con México. A la par, las crisis económicas, sociales e incluso ambientales en Latinoamérica generaron cambios en los flujos migratorios: cada vez más personas, sobre todo del Triángulo Norte (Honduras, El Salvador y Guatemala), querían abandonar sus países de origen ante las duras problemáticas de pobreza, inseguridad o violencia que vivían en ellos. 

Sin embargo, los gobiernos de los principales destinos, es decir, Estados Unidos y México, no implementaron políticas migratorias coordinadas que facilitaran la recepción de personas extranjeras para cuestiones laborales o como refugio ante problemas de seguridad. 

Por el contrario, las cifras indicaban otra cosa. Cruz Piñeiro detalló que del 2005 al 2010 y del 2010 al 2015, durante las administraciones de George W. Bush y Barack Obama, incrementaron las deportaciones desde Estados Unidos. Después Donald Trump impuso “una política migratoria xenófoba, racista”, que presionaba a las autoridades mexicanas para detener el flujo de personas que intentaban llegar a territorio nortemericano.

De hecho, el recrudecimiento de las políticas migratorias norteamericanas afectó fenómenos como la re-emigración irregular después de la deportación. De acuerdo con Ana Luisa Calvillo Vázquez y Guillermo Hernández Orozco, investigadores de la Universidad Autónoma de Chihuahua, hace tres décadas era frecuente que personas deportadas regresaran a territorio estadounidense. Algunas acumulaban varias expulsiones. 

Cuando las autoridades de Estados Unidos comenzaron a endurecer las medidas para las y los migrantes, cada vez menos personas repatriadas intentaban regresar a ese país. Por supuesto, existían excepciones, como Efraín.

El mecánico admitió que la experiencia de la deportación no fue sencilla, pero se sentía fuerte y no quería dejar el negocio que ya había montado en territorio norteamericano. Por eso, considera que “se le hizo fácil” pagar dos mil dólares a un “coyote” para que lo cruzara desde Nuevo Laredo, Tamaulipas, a Texas. Pero el proceso para llegar fue todo lo contrario. 

Lo citaron una tarde, a finales de diciembre del 2006. Primero le hicieron peregrinar entre varias casas. Después, las personas con las que estaba recogieron una camioneta. Con ella pasaron por otra persona y después fueron al río. 

Vigilaron que no hubiera “moros en la costa” y a las dos de la mañana cruzaron desnudos el río, llevando su ropa en bolsas que cargaban sobre la cabeza, para evadir a los perros de la patrulla fronteriza. “El tramo era corto, pero la corriente te llevaba. Estaba lloviendo. Comencé a tener calambres, no me podía ni mover por el frío”, detalló. 

Al alcanzar la otra orilla, no se detuvieron a descansar: caminaron medio kilómetro hacia un establecimiento de venta de cerveza, donde les esperaban con otro vehículo. “Subir al auto fue la sensación más adorable del mundo, porque tenía calefacción”, dijo. 

Ahí se separó de la otra persona que cruzó con él. Después lo trasladaron a una casa, donde permaneció aislado durante cinco días. Un tormento para Efraín, pues no podía abandonar el lugar. Pasado ese período, le dieron el uniforme de un electricista, lo subieron a una camioneta con el logotipo de una empresa de servicios eléctricos y así llegó a Dallas. 

“Estuve con siete personas o tal vez más, no sé si lo hacen para despistar. No hablé con ninguna, porque todos te pasan rápido, es en caliente. Ahí somos mercancía”, dijo. 

Aunque logró su objetivo, la dura travesía le generó a Efraín ataques de pánico y ansiedad. Acudió a una psiquiatra y comenzó a tomar antidepresivos. Intentó retomar el taller automotriz, pero al encontrarse emocionalmente inestable, su productividad bajó. 

“Ya no había fuerza económica. Y después falleció mi mamá y yo no pude ir a su funeral, porque no podía salir del país. Entonces todo se me juntó. Empecé a quedar idiota. Los antidepresivos los combinaba con alcohol”, relató. 

En esas condiciones vivió dos años, hasta que en el 2011 unos policías lo detuvieron: estaba manejando bajo la influencia del alcohol y benzodiacepinas. Estuvo en prisión 28 días. Para Efraín, eso le “compuso” la vida temporalmente, pues cuando lo arrestaron su salud estaba muy deteriorada y en la cárcel le daban comida saludable y otras atenciones. Incluso disfrutaba la hora de lectura y por primera vez leyó la Biblia. 

Después lo remitieron al departamento de migración y, una madrugada, lo dejaron de nuevo en Nuevo Laredo. Cuando soltaron a las personas deportadas, los agentes les advirtieron que no podían pisar territorio estadounidense durante diez años. 

“Nos dijeron que a la próxima sería cárcel. Nos intimidaron. Pero yo realmente no quería volver a pasar con coyote, me dejó traumado. De hecho lo primero que hice cuando me liberaron fue encender un cigarro. Y un año estuve en las andadas del tabaco y el alcohol, portándome mal”, contó. 

Conoció un grupo de Alcohólicos Anónimos y comenzó a tratar su adicción. Poco a poco, recuperó el control de su vida. Todavía le es difícil hablar de lo que vivió para cruzar la frontera, pero ni así critica las políticas migratorias de los Estados Unidos. 

“Los gringos se portaron muy bien conmigo. Todo lo que pasó no fue más que mi culpa, yo me fui a meter allá, nadie me llamó. Además dicen que nosotros (en México) somos más duros con los migrantes centroamericanos. Yo llegué a vivir ahí una vida muy bonita, muy estable, hasta que se me perdió el piso”, sostuvo. 

La única falla que les ve a las políticas migratorias es en lo referente al trato a menores de edad. Considera injusto que no se les brinde automáticamente la documentación para permanecer en el país, pues no fueron ellos o ellas quienes tomaron la decisión de trasladarse sin documentos a otra nación. 

Pese a todo, Efraín planea sacar una visa de turista. Dice que es feliz en México, pero no le agrada no poder ir a visitar a sus parientes cuando quiere. Tal vez este o el próximo año intente tramitar la documentación. Cruzará los dedos para conseguir los papeles que eliminen las barreras y le devuelvan la libertad de viajar para estar con su familia.  

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Este contenido fue parte de un reto periodístico asignado a la 5ta generación de la #RedLATAM de Jóvenes Periodistas. Aquí puedes leer el especial completo sobre migración.

 

Diseño de portada: Rocío Rojas
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