Mónica Quijua es una estudiante boliviana de Comunicación Social que, ante las deudas, la falta de trabajo y la inminente probabilidad de perder su hogar, fue a Chile a trabajar como temporera. Debido al cierre masivo de empleos que trajo la pandemia, tuvo que regresar de improviso a Bolivia. Cuando lo hizo, se dio cuenta de que el Estado no estaba dispuesto a recibirla.
Texto: Álvaro Montoya (Bolivia)
Fotos: Mónica Quijua
Mónica Quijua vio llegar camiones llenos de militares armados y supo que las amenazas no eran palabras al aire. Aquel “a ver, ¿quién es el valiente que me va a decir eso en la cara?” en tono castrense, y las burlas de sus compañeros en forma de “celda uno, celda dos, celda tres” mientras los llamaban a almorzar, podrían llegar a ser más que metáforas. Estaba varada en su propio país, en el campamento de aislamiento “Tata Santiago”, en Pisiga, una pequeña localidad ubicada cerca de la frontera boliviana con Chile. Encerrada en un limbo normativo del que, debido a la pandemia, se libraban solo los que podían pagar.
Podría decirse que Mónica, de 35 años, es doblemente migrante. Sus padres son originarios de San Pedro de Mocomoco, un pequeño poblado al norte del departamento de La Paz, en Bolivia, cuyos paisajes parecen una postal inundada de piedras espejo y ríos. Con el tiempo, dejaron este poblado atrás para instalarse en un terreno en la periferia de la ciudad de La Paz, la capital, regalo de su abuelo materno. Allí, su padre erigió la casa que habita ahora junto a sus cinco hermanas. Fue la preservación de este hogar lo que la obligó a migrar al exterior.
Toda la familia de Mónica trabaja para pagar una deuda que adquirieron con el banco para regularizar los papeles de su casa y salvarla. Como sucede con muchos jóvenes en Bolivia, sus primeros trabajos fueron explotadores y mal pagados. Apenas lograda la mayoría de edad empezó a vender latas de soya. Después incursionó en la venta de ropa, gaseosas y otros productos de los que recibía paupérrimas comisiones, incluso de un boliviano —apenas 0.15 centavos de dólar. Así hasta que consiguió un trabajo como encuestadora en el que le fue mejor, y que lograba alternar con sus estudios de Comunicación Social en la Universidad Mayor de San Andrés.
Según el Gobierno Municipal de La Paz, la casa de la familia de Mónica se encuentra en una “zona roja”, es decir, en riesgo por los constantes deslizamientos que ocurren en la ciudad. La construcción de un muro de contención solicitado por la propia alcaldía, más el pago de abogados e impuestos, fueron minando la tranquilidad de Mónica. Luego quedó desempleada y con la presión extra de conseguir dinero para ayudar a pagar la deuda inicial. “Entonces surgió la proposición de mi hermana de irnos a Chile a trabajar”, dice mientras se acomoda el cabello negro.
Mayumi, su hermana, ya había ido a trabajar a Chile varias veces, así como otros de sus familiares y conocidos fueron a Argentina o Brasil. Ser migrante es la única alternativa ante la falta de trabajo o la extrema precariedad laboral a que son sometidas las personas en Bolivia.
Según datos proporcionados por la Dirección General de Migración, en 2012, cuando se realizó el último censo en el país, había aproximadamente un millón y medio de bolivianos residiendo en el extranjero. De acuerdo con el Banco Central de Bolivia (BCB), sólo en ese año se percibieron alrededor de mil 161 millones de dólares en remesas, el 5% del PIB anual. Con 128 mil 782 residentes bolivianos en 2020, según datos de población de la ONU, Chile es uno de los principales destinos para los migrantes de esa nacionalidad.
Mónica y su hermana fueron a Chile a inicios de febrero para trabajar como “temporeras”, un tipo de trabajador estacional que a menudo cruza la frontera entre ambos países para dedicarse a labores agrícolas. Su primer destino fue una empresa cultivadora de uva en Buin, una pequeña ciudad con aires de cansada ubicada al sur de Santiago, en el centro del país. Lo único aparatoso que se puede ver en ella a través de fotografías de Internet es un gran centro cultural con detalles en madera desde donde dos muchachas sentadas en el contén miran a una cámara.
Las embaladoras de estas empresas agropecuarias están conformadas por largos corredores de acero donde los temporeros empaquetan las frutas que irán al extranjero. Ganan 200 pesos chilenos -o 1.88 bolivianos- por cada caja de un metro de ancho y 40 centímetros de alto que embalan. “Hay pines, como ‘chipi taps’ en cada caja”, cuenta Mónica. “Cuando terminas de embalar, guardas el pin y con eso cobras”.
En estas embaladoras se trabaja desde las once de la mañana hasta las dos de la madrugada del día siguiente, o incluso más, pero al menos el trabajo es mejor pagado que en Bolivia. Además, las instalaciones de muchas de estas empresas cuentan con infraestructura para alojar a los temporeros, darles alimentación y aseo personal.
Cuando el trabajo en Buin terminó, Mónica y Mayumi continuaron embalando en otras empresas hasta finalmente llegar a una en San Fernando, ubicada un poco más al sur que Buin, donde no se trabajaba tanto pero se pagaba menos. Ahí, en el televisor del comedor principal, Mónica vio a principios de marzo cómo aparecían los primeros casos de coronavirus en Chile. El trabajo continuó con las nuevas normas de bioseguridad hasta días después, cuando el gerente les comunicó que la planta cerraría debido a la pandemia.
Mayumi y Mónica decidieron regresar. Durante el camino de regreso se refugiaron primero en Esmeralda, una conocida colonia de bolivianos ubicada en la ciudad de Iquique, en el norte costero de Chile. Luego partieron hacia Huara, un pequeño municipio fronterizo con Bolivia que es como una isla de civilización en medio de un océano árido donde el sol arde y el viento corta. Allí, en pocas horas, se aglomeró un grupo de más de cien bolivianos que intentaban ingresar a su país ante la mirada extrañada de los carabineros. “¿Pero acaso no saben que su presidenta ha cerrado la frontera?”, les preguntaron estos.
Fue el inicio de la odisea.
Esa noche los alcanzó en el poblado de Huara. Cuando se aprestaban a reunir cartones o lo que fuera para cubrir sus cuerpos, llegó ayuda del municipio. Les enviaron tiendas de campaña, frazadas y bizcochos. Los afortunados durmieron en el camping. Mónica y otros se acurrucaron contra un edificio techado y cerraron los ojos. Al día siguiente, ante la negativa de los uniformados chilenos a dejarlos pasar, Mónica y su hermana decidieron regresar a Iquique.
El grueso del grupo marchó hacia el desierto con todo su equipaje encima, decididos a llegar a Bolivia. Mónica supo después que caminaron durante más de una hora para terminar detenidos por un cordón de carabineros que amenazaron con abrir fuego si no se detenían.
Una llamada de José Bartolo, el alcalde de Huara, hizo que los bolivianos que se encontraban en Iquique, incluidas Mónica y Mayumi, retornaran a la frontera. Bartolo había contratado buses que los llevarían hasta el lado boliviano. “Volvimos apuradas”, recuerda ella. “Mi compañera lavó su ropa, resignada a que se iba a quedar unos días más, y (al enterarse) la metió a la maleta así, mojada”.
Una vez allí, los transportaron hasta la frontera, donde esperaron durante horas. Pero nunca los dejaron entrar: la coordinación se había hecho con el exalcalde de Pisiga, una pequeña localidad en la zona fronteriza de Bolivia. Desanimados, regresaron al campamento improvisado en Huara, donde decidieron quedarse a esperar. Al día siguiente, Mónica redactó una carta abierta para enviarla a los medios. Así pasaron siete días, moviéndose para despertar la atención del perezoso ojo estatal.
Fue gracias a la Radio Televisión Popular (RTP) que el drama de los bolivianos varados en la frontera trascendió en el país. Aquella semana, las madres, padres y jóvenes varados escucharon decir a sus autoridades que desconocían la existencia de un grupo de bolivianos atrapados en la frontera. Más adelante les prometieron repatriarlos para luego desdecirse por Twitter. Incluso, debieron soportar que se les preguntara: “¿hay partidos políticos metidos ahí?, ¿quién está haciendo tanta bulla?”.
La frontera se abrió unos tres días después. Sucedió tras una fuerte presión mediática nacional e internacional y tras haberse concluido la construcción del centro de aislamiento “Tata Santiago”. Los bolivianos retornados debían pasar dos semanas de cuarentena obligatoria allí. Pero una vez dentro, la atmósfera cambió inmediatamente. Lejos de estar en un campamento, comenzaron a sentir que estaban atrapados.
Los alimentos no eran suficientes. Solo había pan, té, verduras y 20 pollos para alimentar a más de 150 personas, número que aumentaba paulatinamente. Tampoco tenían permitido abandonar el campamento para comprar comida. Tras reclamar por el hambre que estaban pasando, un oficial del ejército los desafió: “A ver, ¿quién es el valiente que me va a decir eso en la cara?”. También recibían amenazas frecuentes de ser regresados a la frontera.
Aún así, el 7 de abril de 2020 la gente explotó y salió de sus tiendas a protestar, movidos por el hambre, el frío y la desatención. Poco después entraron grupos de militares armados a la localidad de Pisiga. Iban con miras al campamento. “Yo tenía mucho miedo de que nos pasara algo” dice Mónica, aunque por suerte no ocurrió nada. “Pasaron unos diez, quince minutos y los militares se retiraron”. Luego supo que no se habían ido providencialmente, sino para reprimir a otro grupo de bolivianos que presionaban para ingresar al país por la zona de Colchane. Casi 300 personas fueron gasificadas allí. Otras resultaron arrestadas o heridas.
Sin embargo, a partir del día de la protesta las cosas mejoraron para los migrantes. La ONU y otros organismos internacionales comenzaron a ingresar donaciones de alimentos y el Gobierno mejoró notablemente las instalaciones del campamento. Pese a eso, los repatriados seguían repitiendo jocosos “celda uno, celda dos…” cuando los llamaban a las carpas para almorzar.
Aquellos días la indignación se centró en los repatriados que llegaban por avión al país, quienes, sin ser retenidos, pasaban la cuarentena en hoteles de lujo, incluso en sus hogares. Al parecer, para el gobierno boliviano las restricciones en la frontera fueron medidas de clase más que de salud. Ese es otro tipo de frontera, una invisible.
El 17 de abril de 2020, Mónica y Mayumi dejaron el campamento “Tata Santiago” junto con los demás retornados forzados bolivianos. Al final no hubo ni un solo infectado de covid-19 entre las más de 400 personas reunidas allí. El dinero que habría logrado ahorrar en el mes y medio que logró trabajar en las embaladoras de Chile fue mermado por los días en la frontera. Aunque faltaba mucho por viajar, la alegría las poseía. Las esperaba su hogar.
Por ahora Mónica trabaja esporádicamente como encuestadora en La Paz. Al preguntarle si volvería a migrar, levanta un poco la mirada y dice que sí, porque será un alivio cuando se liberen del agobio económico. Y que a partir de ese día seguirá viajando, pero ya no para trabajar.
***
Este contenido fue parte de un reto periodístico asignado a la 5ta generación de la #RedLATAM de Jóvenes Periodistas. Aquí puedes leer el especial completo sobre migración.
Diseño de portada: Rocío Rojas