Vianney Castañeda es colombiana, tiene 56 años, es doctora en Biología molecular, experta en microscopía electrónica y desde hace 23 años desarrolla investigaciones científicas en El Salvador, país en el que actualmente lidera un grupo multidisciplinario que está construyendo un modelo de desarrollo tecnológico en torno al cacao.
Ventarrón la llamaba su padre cuando era niña. Vianney hacía justicia al sobrenombre cuando disfrutaba de asistir a los mercados a sumar nuevos olores a su memoria olfativa, cuando corría por el potrero persiguiendo mariposas en los campos verdes a las afueras de la Bogotá en la que nació o cuando “descabezó” a su muñeca para descubrir la ciencia en aquellos ojos que se movían en un ser sin vida. Era tan inquieta que apenas duraba dos minutos con el arreglo minucioso que su madre se esmeraba en darle. Por eso, recuerda, siempre la vestían con botas: “No había zapato que me aguantara”, dice y sonríe. Y así se ha mantenido: como un viento fuerte y desbocado, uno que la llevó a doctorarse en Biología molecular, a conocer varios países del mundo persiguiendo sus sueños de hacer investigación científica y que la dejó en El Salvador, país en el que han reconocido la contribución de su trabajo científico para el desarrollo de la nación centroamericana.
Vianney Castañeda de Ábrego tiene 56 años, es la segunda de cinco hermanos y la única dedicada a la ciencia. Estudió Biología en la Universidad Nacional de Colombia, país en el que radicó hasta sus estudios de doctorado que realizó en España. Desde hace 23 años vive en El Salvador, donde se desarrolla como investigadora dentro del Centro de Investigación y Desarrollo en Salud (CENSALUD) de la Universidad de El Salvador en San Salvador.
Vianney está a la cabeza de la línea de investigación de Seguridad Alimentaria y de un grupo multidisciplinario que está construyendo un modelo de desarrollo tecnológico en torno al cacao. Su objetivo es generar un agroecosistema sostenible a partir de cuatro ejes de estudio: la genética del grano, la propagación de materiales satélite para cultivos comerciales, la fermentación (sobre todo la microbiología de ésta) y la transformación.
El cacao se atravesó por vez primera en el trabajo de Vianney en el año 2009, cuando a una de sus estudiantes de maestría se le ocurrió hacer su tesis sobre cómo mejorar las condiciones de una cooperativa con una de las mayores extensiones de cacao en El Salvador.
El Salvador es un país en el que, en la actualidad, el cacao no representa ni el 0.5% del Producto Interno Bruto (PIB) agropecuario, de acuerdo con el ministerio de Agricultura, a pesar de que en el pasado el cultivo del grano era de gran importancia en la economía del país, “siendo una de las potencias junto con la zona de Soconusco en México, en la zona pacífica, éramos las potencias económicas en cacao, exportadores netos y altamente productivos”, refiere orgullosa la bióloga que dentro de sus investigaciones ha incluido la parte antropológica, pues al momento de hacer ciencia, dice, se necesita toda la evidencia para tener una mejor explicación.
Y justo por ese impulso al grano del chocolate es que en años recientes y gracias al proyecto Alianza Cacao El Salvador se han establecido en el país 2,694 hectáreas de cultivo de cacao y se espera que en el futuro se convierta en un producto de exportación.
Sin embargo, el momento clave por el cual Vianney ha dedicado los años recientes al estudio del cacao ocurrió en un congreso internacional en Colombia al que Vianney asistió con un grupo de colegas. Ahí conocieron al doctor Fabio Aranzazu, quien formaba parte de la estrategia del renacimiento del cacao en Colombia, y con él comenzaron la escuela sobre este grano en la Hacienda la Carrera en El Salvador, que tiene cerca de 200 hectáreas de cultivo de cacao.
“Nos envenenó sobre el tema. De ahí empezamos a buscar. Pero el descubrimiento llegó luego de una pequeña consultoría que nos pagó la Alianza Cacao para buscar grano en la zona oriental del país, pero la sorpresa fue que encontramos cacao autóctono por donde caminabamos. Y ahí empezó”, relata la mujer que en las investigaciones de campo sube montañas con tal de llegar a los sitios señalados para las pesquisas y que dialoga hasta con los los guías espirituales y los indígenas nativos, pues considera que todo eso le da retroalimentación a su investigación.
Cuando Vianney y su equipo iniciaron el proyecto se dieron cuenta que para obtener la genética del cacao necesitaban montar un laboratorio de biología molecular, uno de microbiología y uno de transformación, ya que los productores necesitan saber a qué sabe su cacao. En la actualidad, luego de más de siete años de trabajo, están por consolidar la parte de micropropagación, que es la parte biotecnológica; además de la parte bioquímica, que es la que más les interesa porque ahí es donde se generan los nuevos productos.
“Por un lado, trabajamos con productores en todas la variables ecológicas; por otro, estamos buscando la utilización del cacao en el área de salud sobre todo porque en El Salvador tenemos muchos problemas a nivel prenatal, de la mujer lactante, de hipertensión y de diabetes. Hemos encontrado que el cacao puede tener muchas opciones para manejarlo orientado a mejorar la calidad de vida de los pacientes que sufren estas enfermedades. Entonces venimos investigando la parte bioquímica”, narra Vianney frente al escritorio de su oficina y me lo muestra en su laboratorio en CENSALUD, cuando me presenta a su equipo y me da a probar las tabletas de chocolate que están preparando.
—¿A qué huele? —me pregunta su colega Gladys Quintanilla, luego de darme a oler la mezcla color café en proceso.
—No dulce, pero sí como a una planta, una hierba, no podría decir cuál —respondo.
—Huele a verde —me dice entre risas y me explica—: Se aprovecha todo. Les enseñamos a los productores que nada se desperdicia. Por ejemplo, con la cascarita de cacao se hace un té que es conocido como “baja la leche”, el cual ayuda a las mujeres a tener más leche en tiempos de lactancia.
De esta manera, con la investigación en la parte genética están generando herramientas para apoyar a los productores a hacer la caracterización genética de su cacao. De la parte de micropropagación generan plantas madre para siembras comerciales. Para la parte de microbiología están desarrollando los cultivos estárter para estandarizar con cepas de levaduras locales la fermentación del cacao para tener un control de calidad. Y, finalmente, buscan la completa catación de chocolate para que el productor sepa qué chocolate da su cacao y pueda utilizar esto como estrategia de comercialización; además con la investigación contribuir al desarrollo de nuevos productos por la utilización de cacao al 100%.
Esta investigación e iniciativa ha permitido al equipo de Vianney establecer relaciones con la Rogers State University en Oklahoma y con la Universidad de Detroit, las dos en Estados Unidos. Incluso participan en una iniciativa regional llamada “Cacao Climáticamente Inteligente” que es liderada por la World Cocoa Foundation. Además, impulsan una iniciativa para incluir universidades de México, Honduras, Guatemala y El Salvador para apoyar a la cadena de cacao desde la parte de la investigación.
Otro gran logro, y del que Vianney se siente muy orgullosa, es que uno de los productores, que está por abrir su chocolatería, fue galardonado en París por producir uno de los mejores cacaos del mundo. Fue la primera vez que El Salvador participó y destacó de entre los 15 cacaos del mundo y entre los 11 mejores chocolates del mundo.
“Me siento muy satisfecha de haber consolidado un grupo multidisciplinario: biólogos, químicos, gente de materno infantil, médicos, todos hablando el mismo lenguaje en torno a la problemática del cacao. Tenemos un prestigio, líneas establecidas de investigación, estamos en el proceso de gestión de fondos con USAID. Queremos dar el ejemplo de que con la ciencia no te vas a morir de hambre, sino que es un compromiso y que definitivamente hay que tener paciencia, estudiar mucho y relacionarse”, lanza contundente.
La lucha por cumplir un sueño
A Vianney su rendimiento académico siempre la salvó de ser reprendida por sus travesuras cuando era niña. Tampoco es que fuera la más desastrosa; todas sus inquietudes estaban encaminadas a la infinita curiosidad que la caracteriza: prefería llevar la chambrita de su hermana recién nacida a su clase de costura, haciéndola pasar por suya, porque no le había dado tiempo de terminar por leer. Por eso las lecturas y las planas de castigo, en realidad, eran un aliciente para seguir estudiando y mantener buenas notas en clase.
“El primer estímulo fueron mis padres, luego hubo mucho estímulo de parte de los colegios en los que yo estuve, mis padres se esforzaron para que yo estuviera en colegios nacionales de lo mejor. Tuve profesores en las áreas de ciencias que me motivaron mucho; algunos eran de nivel doctoral. Fue un ambiente muy favorecedor para interesarme en la ciencia”, hace memoria Vianney, mientras suelta una sonrisa que ilumina sus ojos verdes.
Recuerda con mucho cariño a la profesora de Química que tuvo en el bachillerato. Ella fue su inspiración, porque “realmente nos enseñó a querer la ciencia”. Por eso cuando eligió carrera, la Química se le atravesó por la mente y aunque optó por la Biología, no dejó a la primera y siempre se involucró en estudios de bioquímica y en la investigación.
—¿Alguna otra carrera compitió con la Biología? —le pregunto.
—Sí, señora. Yo quería ser pintora. Pintaba en acuarela. Muchos de mis cuadros los regalé. En el último año de bachillerato en los test vocacionales siempre me salía arte y ciencia. Elegí la ciencia y desde que entré a Biología nunca me arrepentí —me responde y las dos miramos los cuadros colgados alrededor: los que su hija le pintó con distintos paisajes y las imágenes en tercera dimensión de divisiones celulares.
Cuando Vianney inició su formación universitaria, junto con cinco compañeros, donde ella era la única mujer, formaron un equipo de investigación. Su interés era hacer seminarios, visitar centros de investigación para hacer pasantías y así aprender más. No causa sorpresa que su primer trabajo fuera limpiando la cristalería en el Instituto Nacional de Salud en Colombia, para, con el tiempo y dedicación, entrar en el quehacer de los laboratorios.
Ahí apareció otra mujer que la inspiró: la doctora Nohora Elizabeth Hoyos, a quien Vianney considera como una referencia muy importante para el desarrollo científico de Colombia. Nora Elizabeth generó todo un movimiento en el que Vianney participó: los estudiantes que cursaban la carrera de Biología, liderados por Nora, acudieron al Congreso para pedir que se les ratificaran sus estudios, ya que las carreras en ciencias básicas en los años 80 no estaban reconocidas en Colombia. Tras esto, se formó así la Asociación Nacional para la Ciencia, de la que Nora Alicia fue co-creadora y con la cual Vianney tuvo acceso a diversas conferencias especializadas.
En ese contexto, a Vianney se le presentó la oportunidad de obtener una beca para estudiar un año en Costa Rica. Ella estaba en el octavo ciclo de carrera; es decir, el cuarto año. Fue un golpe de suerte, dice sonriente, porque hasta su padre le decía que perdería un año de clases: “Me fui a Costa Rica en enero y a finales del mes cerraron la universidad por problemas políticos durante todo un año. Si yo me hubiera quedado en Bogotá ese año lo hubiera perdido”. En Costa Rica, en el Centro de Investigación de la Facultad de Medicina, conoció una de las herramientas que hay para estudiar la célula y en la que se volvió especialista, de hecho es algo que ocupa en la actualidad: la microscopía electrónica.
De acuerdo con la explicación proporcionada por la misma Vianney, esta herramienta permite tener mayor resolución de la división a nivel celular, mediante dos procedimientos: el de transmisión y el de barrido. El primero permite la observación de muestra en cortes ultrafinos de la célula, pues los tejidos se incluyen en resina plástica, se “tiñen” con metales y se puede ver la estructura de la célula hasta aumentarla un millón de veces. En el barrido se producen imágenes tridimensionales realistas de la superficie del objeto. Es una tecnología que en lugar de fotos utiliza electrones.
En Costa Rica tuvo profesores japoneses, que en aquellos años tenían la tecnología de punta al respecto. Aquel aprendizaje le permitió, a su regreso a Colombia, trabajar en la Universidad Nacional haciendo un reemplazo en microscopia electrónica en la Facultad de Medicina; ese laboratorio tenía mucho movimiento de investigadores. “Estaba ya en la salsa”, remata.
* * *
A los 23 años, Vianney desarrolló una de las investigaciones que más la han apasionado: el estudio de la química de los lípidos de micobacterias de ocho vacunas que se tenían para la tuberculosis. Un trabajo que fue su tesis de pregrado.
Entonces, ella trabajaba en el departamento encargado de sacar las vacunas en el Instituto Nacional de Salud en Colombia. Había sido testigo de cómo la vacuna BCG para la tuberculosis, que tenía ocho cepas, había demostrado en inoculaciones en ratones que cada cepa tenía diferencias en el efecto protector; es decir, que una vacuna era mejor que la otra. Al notar que en el laboratorio estaban estudiando desde la bioquímica cuáles eran las diferencias que no se veían en los cultivos, pero que sí se presentaban en los ratones, fue que Vianney decidió iniciar su investigación.
Por sus estudios, Vianney sabía que 90% de la bacteria eran lípidos y dentro de esos el 30% eran los responsables de la capacidad inmunogénica. Así que ella propuso analizar cómo era el patrón de los lípidos, si había diferencias entre las cepas. “Efectivamente sí las había. Ese era mi objetivo: demostrar si existía correlación entre el efecto protector de cada una de las cepas y el patrón de lípidos y encontramos que sí lo había”, narra emocionada.
“Se requería aislar todos los lípidos. Yo hice la separaciones y luego con coloraciones específicas detecté cada uno de los grupos. Un colega bioquímico decía que yo tenía una técnica muy pura, porque era tan bonita la separación que ponías un colorante y detectabas sólo un grupo; entonces podías ver diferentes tipos de grupos en cada una de las cepas”, describe Vianney y utiliza la persiana de la ventana de su oficina para explicarme el método.
Este tema le apasionó porque, además, nadie media la parte química de las bacterias y ella lo logró. Ella se propuso hacerla en un año y lo cumplió exacto. Mientras investigaba la metodología idónea, se acercó a una profesora de Bioquímica que recién había regresado de hacer su doctorado en Japón, que en lugar de animarla, le dijo que era un tema complejo. Vianney no desistió y con sus juegos de fotocopias de todo lo que tenía que leer diseñó sus reactivos.
Para ella fue tan divertido todo lo que estaba haciendo, que el cansancio no fue nunca un freno. Dormía en el laboratorio en un sofá, cuidando las separaciones para que no se le pasaran de tiempo. A la par, Vianney trabajaba medio tiempo en un laboratorio de microscopía electrónica en el departamento de Patología en el Instituto Neurológico de Colombia, a donde ingresó recién recibida de la carrera, y el resto del tiempo lo dedicaba a la tesis de pregrado, pero cuando llegaba a tomar horas del trabajo en el laboratorio, lo reponía los fines de semana.
“Lo más bonito fue que cuando defendí mi tesis de grado, mi jurado fue la química que me desanimó. Me dijo que le gustaría tener una copia de mi tesis. Y allá me está esperando, porque no se la llevé”, me dice Vianney soltando la carcajada.
* * *
Vianney se arregló con esmero para esa cena. Estaba feliz. Se sentía victoriosa. Una vez en el restaurante, miró de frente a su novio y lo primero que le enseñó fue su carta de aceptación del doctorado. Él tuvo que tragarse las dudas: “El día que me muestres el papel de que tienes la beca, ese día te voy a creer”, le decía cada vez que, por las actividades de Vianney en los laboratorios y en las clases que daba de biología celular en la Universidad Javeriana, se reducía el tiempo que pasaban juntos.
Ella siempre defendió sus ganas de seguir estudiando y la frase de su novio la tomó como un impulso para no dejar de buscar su doctorado en el extranjero. Aquel hombre es parte de su pasado y lo que más recuerda es que fueron cuatro años de lucha, en los que también enfrentó el machismo en una aplicación que hizo para un doctorado en Japón.
“En un grupo de 10 preseleccionados íbamos dos mujeres y el comité sólo eligió varones. Ahí fue la primera vez que el género tuvo algo que ver con mi desarrollo.
Hasta hubo una carta de reclamo por parte de las instituciones de mí país”, dice Vianney.
Aquella situación no fue determinante y comenzó a buscar otras opciones; pensó incluso en Francia, pero luego vino una nueva oportunidad de estudiar en Costa Rica, donde se abrió la posibilidad para llegar a España.
El curso era de biología celular y lo impartía un grupo de españoles del Centro de Investigaciones Biológicas (CIB), una institución dedicada a la investigación científica en Biología que pertenece al Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Vianney llevó parte de la investigación que trabajó en el Instituto Neurológico sobre tumores cerebrales (astrocitomas y adenomas de hipófisis), de los que ya tenía varias publicaciones. Así que se atrevió a buscar lo que quería:
—A mí gustaría hacer mi doctorado con ustedes —le dijo en tono de broma al español coordinador del proyecto.
—Escríbenos. Manda una carta —le respondió.
—¿Seguro me la atiende? —se aseguró Vianney.
—Sí, seguro.
Aquel diálogo fue suficiente para que ella le tomará la palabra y mandara el correo postal. La respuesta fue la aceptación al doctorado.
Vianney tenía 29 años cuando viajó al Viejo Mundo, “a la mera, mera investigación”, dice. El Centro Educativo de Becas en el Exterior de Colombia (ICETEX) la becó durante los cuatro años del doctorado, gracias a su récord académico. Una vez en España le dieron la tarea de secuenciar un gen. Conocían su fina técnica de secuenciación y Vianney con la microscopía electrónica aprendió a ser muy minuciosa.
“En el gen que yo secuencié se encontró un lugar de reconocimiento de otra proteína que se llamaba beta globina. Yo estaba buscando de otro gen. No podían creerlo. Ese fue una de los aportes de mi técnica a ese artículo científico: se detectó toda esa nueva región en una proteína que está en el núcleo, que tenía que ver con la diferenciación de las células de la sangre. Esto gracias a la técnica depurada que yo tenía fue que logramos detectar esa secuencia. Fue un logro muy grande”, narra Vianney y se dibuja una sonrisa que luce permanente.
A raíz de su trabajo tres investigaciones clave fueron publicadas en el Journal de investigación.
“Al terminar, mi idea era irme a San Francisco en Estados Unidos, al laboratorio de investigación de tumores cerebrales; pero me enamoré y me vine a El Salvador”, lanza y señala el mapa frente a ella que decora una de las paredes de su oficina.
La ciencia no avanza sin equivocaciones
Frondosos árboles rodean los edificios del CENSALUD en la Universidad de El Salvador, quizá por eso pocos alumnos conocen su ubicación. Este centro apenas va a cumplir 15 años de existencia. Vianney lo recuerda muy bien porque cuando ella entró a trabajar a la Universidad, hace 10 años, una de las primeras tareas que tuvo fue organizar una agenda de investigación.
El primer proyecto que realizó Vianney en el CENSALUD fue el estudio de la enfermedad de chagas, la cual se encuentra sobre todo en zonas endémicas de 21 países de América Latina, se transmite a los seres humanos principalmente por las heces de insectos triatomíneos conocidos como vinchucas o chinches. Fue un proyecto regional que trabajó la parte epidemiológica.
Vianney quería hacer algo distinto, algo regional. Para ello, se acercó a la doctora María Carlota Monroy que vivía en Guatemala y que necesitaba dos socios regionales para presentar una propuesta. Poco después formaron un grupo multidisciplinario en Honduras, El Salvador y Guatemala. El proyecto, de tres años, fue financiado por Instituto de Desarrollo Sostenible Cana dá (IDCR) y estaba orientado a la mejora de vivienda, incluía hacer un diagnóstico de riesgo y luego trabajar la línea medular de la mejora de vivienda con técnica de barro. Y, paralelamente, estaba la parte molecular del laboratorio.
“Teníamos talleres regionales. De una semana, donde había mucha retroalimentación. De ahí se generó el laboratorio de entomología médica, el primer laboratorio donde está involucrada la biología para la investigación del parásito. Hay ahora un semillero de jóvenes que están trabajando con malaria y dengue”, relata Vianney y me precisa que después de este proyecto fue que también se involucró en el cacao, porque se estaba analizando desde el punto de vista ecológico como un medio para mejorar las condiciones económicas y ecológicas donde hay chagas.
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Vianney tiene más de 20 papers publicados, acaba de terminar un libro sobre genética del cacao que está próximo a su publicación y está ya en el proceso otro sobre la genética del cacao autóctono criollo; éste es más como una historia, me dice, no tanto como un texto científico, “para mostrar el quehacer de la ciencia pura con las cuestiones sociales”.
La investigadora dice que ahora que existe una huella de su trabajo espera que éste le sirva a alguien: “Aquí no sólo es por los papers, sino que puedas realmente resolver una situación, un problema de una comunidad a través de conocimiento que tú puedas generar. Me siento muy afortunada porque tuve la capacidad de adaptarme. Hay muchas formas, hoy, para hacer buena ciencia sin necesidad de estar en los institutos de primer nivel”.
—¿Consideras que has tenido fracasos?
—Sí, señora. Uno que me marcó ocurrió en un congreso internacional de microscopía electrónica en Venezuela. Llevaba mi trabajo de adenomas de hipófisis, tenía la evidencia clínica, la microscopia, pero me faltaba la hormonal. Y hubo un especialista que evidenció mi falta de preparación y me humilló, aunque yo tenía la información, pero me confié. Al final me le acerqué y le agradecí, y me quedó como escuela. Si uno no se equivoca, no avanza. Y la ciencia no avanza sin equivocaciones —responde sin miramientos, sencilla. Y recuerdo la frase que me dijo, esa que la marcó en aquel congreso en el que conoció al Premio Nobel, virólogo italiano, Renato Dulbecco: “Él nos dijo que si no sabíamos algo, dijéramos que no lo sabíamos. Somos humanos”.
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Vianney es exigente con sus equipos de investigación, porque considera que la gente tiene la capacidad, que siempre es posible, nunca lo hace en un afán autoritario, dice. “Suelo exigir como me exijo a mí misma”. Por eso le gusta promover el trabajo en equipo, no sólo en el Centro, también en las facultades. “Estamos abriendo camino, abriendo brecha”.
—En ese sentido, Vianney, ¿cómo está la cuestión del género en la ciencia? ¿Te has sentido discriminada, menospreciada, por ser mujer?
—Yo sentí la cuestión de género aquí en El Salvador. He sentido barreras por ser mujer. Por ejemplo, en el campo cuando trabajamos con productores, tengo que utilizar interlocutores hombres para que ellos hagan las cosas, porque dicen: “Cómo una mujer me va a venir a mandar”. Lo más triste es que también en la Universidad cuando quise incorporar un investigador en agronomía, me pusieron muchas excusas, después me enteré que él decía que no se iba a dejar mandar por una mujer.
—¿Y cómo lo sorteas? ¿Cómo te sientes?
—Me decepciona, pero cada barrera se desploma porque la evidencia del trabajo con mi equipo es tan contundente que no queda más que reconocer nuestro prestigio y trabajo. En la región, CENSALUD es muy reconocido. Si yo no tuviera el equipo que tengo, no me arriesgo a abrir brecha. Pero tengo un grupo de mujeres (siete y un hombre forman su equipo) que son berracas, como dicen en Colombia.
El reclamo de Vianney es para que los y las investigadoras consoliden una comunidad científica y así compartir lo valioso de su trabajo.
De esto da cuenta la la investigación “Participación científica de las mujeres en El Salvador: primera aproximación”, que documentó que en el país no hay un plan de divulgación de la ciencia y por ende no se conoce del trabajo de quienes hacen ciencia; la construcción de la cultura científica salvadoreña está en manos individuales.
Asimismo, según la Red Nacional de Investigadores, que retoma la investigación antes citada, existían, hasta diciembre 2013, 623 personas registradas como miembros de la comunidad científica; de esos, 241 son mujeres. Mientras que, según el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, en el 2012 había 251 mujeres dedicadas a la investigación desde las diferentes universidades de El Salvador, bajo la figura de Docente Investigadora e Investigadora. Hasta el 2012, en las universidades salvadoreñas, solamente hay 9 mujeres con el grado de doctorado, en contra posición de 42 hombres doctores.
Y ahí aparece otro problema más: los pequeños presupuestos. Vianney dice que su universidad tiene un fondo de investigación de 600 mil dólares anuales, de los cuales sólo 30 mil se le otorgan a CENSALUD. Por eso se presenta la gestión de fondos internacionales, como el de USAID (Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional) que ella está buscando.
“El problema es que la cooperación internacional cree que no tenemos capacidad para hacer investigación. Por eso el investigador debe socializar más su quehacer científico. No se financia porque nadie la demanda. Es importante involucrar a quienes nos ayudan con nuestros datos. Permear a la sociedad del quehacer científico. En El Salvador tenemos que saber hablar a un decisor político como a un productor”, lanza contundente la mujer que con su trabajo científico quiere “dar un ejemplo de que las mujeres podemos desarrollarnos en el campo científico”.
Un nuevo hogar
Aquel novio, ingeniero industrial salvadoreño que la trajo enamorada al país centroamericano, pronto desapareció de la vida de Vianney. “No nos seguimos más, pero yo me quedé porque me gustó el ambiente del país y porque ya había logrado, con la microscopía electrónica, incorporarme en la Universidad Evangélica de El Salvador que necesitaba acoplar el laboratorio, ahí estuve trabajando cuatro años”, narra.
En esos años conoció a Pablo Omar, un médico que se convertiría en su esposo y el padre de sus dos hijos. Albert Anthony, quien estudia Química, y Katherine Solange, quien estudia Biología. Los dos son su orgullo no sólo porque han seguido sus pasos, sino porque son inquietos. Los dos han ganado reconocimientos: Albert con sus inventos; Katherine como pintora. Cuando me cuenta eso comprendo las pinturas que tapizan su oficina.
—¿La maternidad fue difícil o un obstáculo para tu desarrollo como científica?
—La verdad es que no. He disfrutado la maternidad. Siempre seguí trabajando. Encontré mucho apoyo. Una señora me ayudó a criarlos durante 11 años, los trataba como si fueran sus hijos. En el momento que tuve que incorporarme al trabajo, me llevaba a mi hijo en una canastita a las clases; grandecito lo llevaba a conferencias; a mi hija en un canguro a las prácticas de campo, y en la finca donde vivíamos tenían con qué entretenerse.
Vianney se convirtió en madre a los 35 años de edad. Antes viajó por varias partes del mundo por trabajo y por el mero gusto de conocer; eso le dejó su padre con tantas anécdotas de cuando él era marino mercante.
—¿Y problemas con tu esposo?
—Sé que en algunos momentos para él era difícil cuando yo viajaba, porque como siempre he buscado la cooperación internacional, a veces tocaba viajar a diferentes países. Pero dejé las cosas claras. A veces se torna difícil en la pareja que se entienda eso, pero uno nunca como mujer debe cohibirse ante lo que quiere.
Quizá por eso han sido 20 años de matrimonio, dice entre risas Vianney. “Y fíjate que a los tres meses de que nos presentó una vecina nos casamos”. Reconoce que el hecho de que por sus profesiones compartan el amor a la investigación, también ha sido un buen complemento.
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A Vianney le amanece temprano. A las 4:30 ya está despierta y de pie para iniciar sus labores del día. Si tiene pereza quizá se levanta hasta las cinco de la mañana, pero sin falta, una vez fuera de la cama, prepara el desayuno para ella y sus hijos. Cocinar la relaja; por eso acostumbra guisar cuando regresa de sus labores en la Universidad. La variedad va desde la comida colombiana, salvadoreña, española y mexicana, incluso con lo que encuentre en el refrigerador, ella inventa; le encanta cocinar postres e imitar la sazón de su mamá, “pero no lo logro”, me dice.
Aunque a ella le fascina el campo, se mudó de San Juan Nonualco en el departamento de La Paz a San Salvador, la capital salvadoreña, para acompañar a sus dos hijos en su etapa universitaria. Quiere protegerlos de la violencia, del aumento del 13.5 % de homicidios registrados en el primer trimestre de 2018, en comparación con el mismo lapso en el 2017.
Ella misma me narra cómo su familia tuvo que abandonar la finca en la que vivían, porque los “mareros” los sacaron, y tuvieron que asentarse en el centro de San Juan Nonualco.
Pablo Omar estuvo de acuerdo en que su familia migrara a la capital. Él permaneció en el pueblo, porque ahí tiene su clínica, pero cada fin de semana viaja los 57 kilómetros que los separan para reunirse con ellos.
“Yo viví la violencia en Colombia con todo lo del narcotráfico, cuando llegué acá sí había ciertos niveles, pero no se me hacía tanto. En España fue donde viví la paz, podía salir a la una de la mañana del laboratorio y me iba caminando y eso no lo puedes hacer aquí. El miedo lo he sentido por ser mamá, porque el grupo de riesgo son los jóvenes. El ambiente es más estresante y me molesta porque debes controlar mucho a los chicos. Todo el tiempo estar al pendiente. En los pueblos a las siete de la noche hay autotoque de queda. Por la situación, incluso he pensado que mis hijos tengan un buen nivel académico y se vayan del país; y no tendría que ser así, porque El Salvador tiene mucho para estar en otra situación”, me dice conflictuada Vianney.
Todos los días, ella camina de su casa a la universidad; en el trayecto de 40 minutos, en la mente planifica su tiempo: los chicos de tesis, el laboratorio. Todo lo tiene calendarizado, dice, y me muestra el planificador a un costado de su escritorio. Miro que todo está perfectamente marcado cada día, hasta esta entrevista, la cual ocurre el 15 de mayo.
Al llegar a CENSALUD toma café. Luego lee los periódicos nacionales: La Prensa Gráfica, El Diario de Hoy, El Faro; luego los de su país. También journals especializados, bases de datos de economía, para orientarse en la solicitud de fondos. Esa disciplina de la lectura se consolidó cuando hizo su pregrado, cuando devoraba distintos artículos. Revisa el correo y arranca el día de trabajo. Antes abandonaba el centro a las siete de la noche, pero ahora se va a las cuatro de la tarde. No quiere robarle ni un minuto al tiempo que le dedica a sus hijos.
El día culmina con una cena con sus hijos, alguna lectura, los noticiarios o alguna película; mucho mejor si es de ciencia ficción, sus favoritas, pero a las 10 de la noche ya está por dormirse.
Después de que la científica me describe su rutina diaria —que varía los sábados en que acompaña a su hija a sus prácticas de campo y los domingo de aseo en casa— le lanzó la última pregunta, estamos exhaustas de tantas horas de charla:
—¿Qué te falta hacer, Vianney?
—Consolidar mi equipo acá. Demostrarle a muchos que con la investigación se puede hacer la diferencia.
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Este texto es parte de Las Científicas, una serie de perfiles biográficos sobre las mujeres dedicadas a la ciencia en distintos países de América Latina. Científicas que destacan por sus contribuciones en la biología, la física, la virología, la astrobiología. Cada mes, un perfil ilustrado por distintas mujeres artistas gráficas.
Ilustración de portada: Alma Ríos.